Todo lo sólido se desvanece en el aire
Helena Lugo
La noción de ciudad emergió como uno de los símbolos fundamentales de la modernidad en la primera mitad del siglo XX. Durante la época de las vanguardias artísticas, las revoluciones sociales, el desarrollo capitalista, el desorbitado avance tecnológico y la industrialización, las grandes metrópolis fueron el escenario privilegiado donde tomaba cuerpo el futuro. La urbe se convirtió en el correlato más grande y tangible de los tiempos modernos; asidero de un mundo vertiginoso que puso en marcha las ideas de progreso y urbanización. La fundación de un mundo nuevo: la era de las utopías y los rascacielos.
El arquitecto suizo-francés Le Corbusier leyó bien su tiempo, pues en 1924 presentó por primera vez su propuesta utópica llamada Ville Radieuse (La Ciudad Radiante). Pese a que nunca llegó a construirse, buscó contribuir a la creación de una mejor sociedad, gracias a su cuadrícula cartesiana con amplios jardines, medios de transporte eficaces y áreas de esparcimiento. Aunque radical y totalitaria, fue de gran influencia para la planificación urbana moderna. Tan sólo unas décadas más tarde, aparecen los primeros intentos de diseño urbanizador en América Latina, basados en el racionalismo europeo, que llevarían al desarrollo de nuevas tipologías de vivienda.
Aun cuando las ciudades latinoamericanas buscaron perseguir los ideales de lo que ocurría en Europa y Estados Unidos con un acelerado y constante crecimiento, en realidad, el ordenamiento de sus territorios supuso un enorme reto de ingeniería y construcción; las periferias, la autoconstrucción, la falta de recursos y la sobrepoblación interrumpieron muy pronto el sueño cosmopolita. ¿Qué ocurría fuera del mundo occidental, donde a pesar del romántico impulso unificado que suponía una nueva era, no se produjo la planeación moderna y ordenada que sí se concretó en algunas ciudades europeas? Si bien es cierto que el proyecto moderno fracasó mundialmente, es evidente que los significados de la modernidad tendrían que ser más escurridizos, complejos y paradójicos en el sur global.
Es precisamente dentro de estas paradojas, que se sitúa el cuerpo de obra más reciente del artista visual Pável Mora. Sus pinturas parten de una revisión de cartografías que abarcan de 1936 a 1960 en México y otras ciudades de América Latina. A través de la exploración de distintos archivos del siglo pasado, su obra reconstruye, reconfigura y reimagina las ciudades delineadas por las fantasías de las megalópolis forjadas en el contexto del siglo pasado. Pareciera ser que su intención es rescatar del olvido el imaginario utópico que la misma urbe se devoró. Sus vistas aéreas vislumbran el paso del tiempo en distintas capitales latinoamericanas, y mientras que algunas parecen detenerse ante el frenesí modernizador, otras más se vuelcan derrotadas ante él. Sus paisajes van de la abstracción a lo concreto dando cuenta del crecimiento desmesurado que propició la edificación de relatos históricos, repletos de rupturas, discontinuidades y aspiraciones. En sus mapas se atisba el futuro que no fue.
América Latina se enfrentó a una modernidad no resuelta. En esta parte del mundo la ciudad se transforma en favela, el concreto invade las montañas, nada permanece en su sitio, todo lo sólido se desvanece en el aire. La condición económica latina hizo que las planificaciones se desdibujaran con mayor rapidez. El sueño terminó incluso antes de instalarse en el imaginario colectivo. La totalidad se volvió fragmento y el lamento por la urbe perdida arrastró el impulso de la melancolía que devela Giorgio Agamben: no se trata de la tristeza por lo que se ha perdido sino del irrefrenable duelo por la pérdida de lo que nunca se ha tenido. Las ciudades no sólo son el correlato de los futuros imaginados, sino de su fracaso. La historia está impregnada de crisis que acechan la construcción de la sociedad ideal. Vivimos en trazas urbanas que oscilan entre la búsqueda de los signos de la identidad nacional, las realidades que ahí transitan, y los postulados cosmopolitas y globalizadores.
Ante el desencanto que esto supone, no queda más que recurrir a narrativas donde podamos invertir ciertos sentidos. Pável Mora asume el escenario de las grandes urbes como un lugar dividido, roto al que sólo es posible acceder a través de sus representaciones aéreas, imaginarias, imposibles. Sus cartografías no sólo nos recuerdan un momento nostálgico, acaso mejor, previo a las transformaciones que el capitalismo tardío y el neoliberalismo implicaron para la vida, sino que dejan atrás las verosimilitudes, precisiones y el rigor científico de la modernidad para crear geografías que más que mapear un territorio se encarguen de desdibujarlo. Aunque cada obra sea resultado de un meticuloso proceso de trazado y una detallada minucia por los elementos espaciales y urbanos, también ofrece un recorrido hacia el pasado imaginado, hacia la contemplación del espacio, hacia una especie de configuración asequible pero ficticia de los mundos que alguna vez quisimos habitar.
Los (no) lugares creados por Mora revisitan la intersección de las consignas urbanistas del siglo XX y los horizontes ficticios impregnados de hábitats geométricos, territorios flotantes y confines perdidos. Paisajes que existen en una situación liminal entre la realidad y la metáfora, donde muestran lo que son, pero también aquello que pudo ser. En este espacio umbral, los mapas se convierten en brújulas, como si fuera posible retomar el rumbo, pero también en espejos, sobre los cuales podemos proyectar los imaginarios que alguna vez tuvimos como sociedad. Despues de todo, como nos recuerda Fredric Jameson, en las ciudades utópicas la geometría se ofrece como garante para resolver imaginariamente las contradicciones reales. Pável Mora divide el espacio urbano para convertirlo en un mosaico de islas y hacer de ellos lugares posibles; con ello, nos devuelve por un momento, la condición ilusoria de las urbes y nos hace sentir nuevamente el impulso que alguna vez dio paso a la construcción de ciudades radiantes.